lunes, 11 de julio de 2011

Los mitos de la democracia chilena

desde la conquista hasta 1925
Felipe Portales

Catalonia, Santiago, 2004, 464 páginas

Rafael Gumucio Rivas*


Felipe Portales es un ensayista profundo y documentado. En su libro anterior, La democracia tutelada, denunció valientemente la tutela militar y reaccionaria de la llamada “Democracia de la Transición”, que ha sido posible por la conversión de los líderes antidictatoriales al modelo neoliberal imperante y la timidez de los gobiernos de la Concertación,  respecto a las presiones de un ejército profundamente antidemocrático, dirigido por uno de los más corruptos dictadores de América Latina.

En Los mitos de la  democracia chilena, Felipe Portales se aboca al estudio de nuestra historia nacional, desde la Conquista hasta 1925. Este libro es mucho más que una simple monografía: pretende ser el primer tomo de una historia nacional, escrita desde una perspectiva de derechos humanos, muy diferente a la historiografía conservadora, cuyo signo central es la concepción del siglo XX democrático como una perpetua decadencia, desde el dorado período autoritario del régimen portaliano hasta la penetración de las capas medias y, finalmente, el triunfo de un proyecto democrático popular con Allende. A su vez, Felipe Portales, con razón, difiere del obrerismo y de la mecánica concepción economicista  de los procesos históricos  de que hacen gala Hernán Ramírez Necochea, Luis Vitale, y Julio César Jobet.

El libro se titula Los mitos de la democracia lo cual significa, según su etimología, leyendas o relatos. ¡Qué más mitológico que los araucanos presentados por el poeta Ercilla, que por amor eran transformados en grandes héroes, asimilables a la mentalidad del conquistador! Los personajes Caupolicán, Lautaro, Galvarino, Fresia, Colo Colo, y otros, son más bien  una invención que una copia de la realidad, así como los héroes en la mitología griega, cuestionada por filósofos como Sócrates y Platón. Este mito fundacional ha influido decisivamente en el doble estándar con que el romanticismo de los héroes de la independencia chilena consideró a nuestros predecesores. El modelo clásico, indómito y luchador y la realidad actual: el indio flojo, borracho, abusador y violento. Los chilenos, durante el siglo XIX, fueron mucho más genocidas que los conquistadores: los relatos de crímenes cometidos contra los indígenas espantan a cualquier conciencia sana y respetuosa de los derechos humanos; en Magallanes se coleccionaban penes de indios asesinados; en la Araucanía se les mataba o se les cortaba las orejas y la lengua, sin mencionar otro tipo de tormentos.

El mito tiene también otra acepción, desarrollada por el gran filósofo cristiano, Emmanuel Mounier, quien proponía una lucha sin cuartel contra los mitos autoritarios del siglo XX: el estalinismo y el fascismo. En este caso el mito es, claramente, una falsificación y embellecimiento de la realidad que, necesariamente, hay que combatir en la búsqueda de la verdad histórica. La democracia chilena, hasta 1925, ciertamente fue un mito: en primer lugar, en el siglo XIX, tanto en su etapa pelucona como liberal, los presidentes entendían la democracia sólo como la expresión del poder autoritario del jefe del gobierno y de su camarilla; por ejemplo, el mitológico Portales no tuvo nada de la autoridad impersonal atenida a la ley, inventada por el spengleriano Alberto Edwards. De la ley, de las constituciones, del respeto por los opositores, este pragmático del poder se burlaba a mandíbula batiente. Para él, los chilenos se dividían entre los buenos y los malos siendo los primeros borregos, seguidores del poder y, los segundos, los rebeldes, como O´Higgins, Freire y los Pipiolos. “El peso de la noche” no es más que la inexistencia en Chile de personas creativas, nerviosas y contestatarias. Es por el oscurantismo, provocado por los borregos y serviles, que este país no perdonó ni siquiera las cenizas de ese gran revolucionario latinoamericanista, Francisco de Bilbao, y es quizás el único caso en América que un porcentaje de la población siga haciendo homenajes a uno de los peores tiranos de América, cuyo caso de latrocinio a los fondos fiscales, sólo es equivalente al del “Benefactor” Rafael Leonidas Trujillo, de República Dominicana.

Felipe Portales cita una frase del ministro Diego Portales, que retrata de cuerpo entero su desprecio por la ley: “En Chile, la ley no sirve para otra cosa que no sea producir la anarquía, la ausencia de sanción, el libertinaje, el pleito eterno, el compadrazgo y la amistad... De mí sé decirle, que con ley o sin ella, esta señora que llaman la Constitución hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita ha sido tantas por su perfecta inutilidad” (pág.5). Con razón, el historiador Alberto Edwards sostenía que el Chile era una república solamente porque no existía el principio dinástico. Pienso que Chile republicano murió el 11 de septiembre de 1973. Hoy tenemos el dominio de una casta  carente de virtud y heredera del autoritarismo, y el presidente de la república tenía y tiene más poderes que cualquiera de los reyes absolutos Borbones. Por ejemplo, en el siglo XIX era el único elector: su voluntad de hierro se imponía en las provincias por medio de los gobernadores, instrumento servil del poder. Durante todo el período autoritario y liberal, los partidos opositores fueron excluidos del senado de la república; el cargo de presidente era el resultado de la nominación de su antecesor en el poder. Nunca pudo vencer un opositor por más popular que fuera. Así cayeron derrotados el empresario emprendedor, Urmeneta, el triunfador de la Guerra del Pacífico, Manuel Baquedano, Benjamín Vicuña Mackena, el progresista intendente de Santiago y gran historiador, José Francisco Vergara el brillante ministro de Santa María. El solo apoyo de los conservadores significaba la automática pérdida del favor presidencial  y el exilio político.

Durante el régimen autocrático de los decenios fueron perseguidos los pipiolos y, a partir de los gobiernos liberales, aliados a los radicales, lo fueron los conservadores. Solamente dos o tres próceres de este último partido pudieron llegar al senado: Carlos Walker, Manuel José Irarrázabal y Zorobabel Rodríguez. De tanto estar lejano al poder, el partido conservador se convirtió en el más radical defensor de las libertades públicas. Felipe Portales cita una conversación entre ese hombre de principios que era Abdón Cifuentes y el autoritario presidente Federico Errázuriz Zañartu: ingenuamente, pregunta al presidente cuándo va a haber en Chile elecciones libres de la intervención del poder ejecutivo, respondiéndole Errázuriz que jamás el poder ejecutivo haría dejación  de su facultad de nombrar a dedo a parlamentarios.

Quien, dentro de los gobiernos liberales, planteó con más cinismo este desprecio a la democracia, fue Domingo Santa María al corregir al autor de su biografía: “Entiendo el ejercicio del poder como una voluntad fuerte, directora, creadora del orden y de los deberes de la ciudadanía. Esta ciudadanía tiene mucho de inconsciente todavía y es necesario dirigirla a palos (...). Entregar las urnas al rotaje y a la canalla, a las pasiones insanas de los partidos, con el sufragio universal encima, es el suicidio del gobernante, y no me suicidaré por una quimera. Veo bien y me impondré para gobernar con lo mejor y apoyaré cuanta ley liberal se presente para preparar el terreno de una futura democracia. Oiga bien: futura democracia” (pág.5). Las caricaturas de la época de Balmaceda presentan al marqués  Irarrázabal  como un peligroso comunero, amigo de Luisa Michel, que por esos días visitaba a Chile. Mi abuelo, Rafael Luis Gumucio, fue toda su vida un encarnizado defensor de las libertades públicas que, según él, constituían el centro de la doctrina conservadora, y se alejó del partido cuando éste apoyó al fascismo en la guerra de España, y al ex dictador Carlos Ibáñez en los años cuarenta.
           
Felipe Portales dedica un capítulo completo a destruir la mitología difundida por historiadores marxistas como Julio César Jobet, Luis Vitale y Hernán Ramírez, en el sentido de que Balmaceda, uno de los tantos suicidas heroicos de nuestra historia, habría sido un líder aristocrático, un liberal rojo, que defendió la industrialización y la nacionalización del salitre, coincidiendo con la tesis del historiador británico, Blakemore. Felipe Portales ubica el conflicto, que llevó a la más feroz guerra civil del siglo XIX, en su verdadera dimensión multicausal, superando así el mecanicismo de algunos historiadores marxistas que supeditan los procesos históricos al aspecto económico. Es cierto que existió un compromiso, bastante corrupto, entre los parlamentarios y las empresas salitreras inglesas; sin embargo, como lo sostiene Blakemore, los intereses de Thomas North, más que todo un especulador de la Bolsa de Londres, eran contradictorios con otras compañías también inglesas, como la casa Gibss. Es difícil pensar en una política nacionalizadora en el contexto ultraliberal, predominante en el Chile del siglo XIX; sin embargo, la oligarquía del pasado, al menos, cobró el 50% de la venta del salitre, y la actual Concertación en el gobierno apenas propone el 3% de la venta del cobre, que prácticamente ha triplicado su precio de 80 centavos a un dólar veinticinco la libra. Mucho más antipatriótica es la posición de los herederos de Pinochet, que se niegan a aprobar cualquier impuesto a las abusivas y expoliadoras empresas extranjeras.

El conflicto de 1891, a pesar del acercamiento demagógico de Balmaceda a discursos antioligárquicos,

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