miércoles, 22 de junio de 2011

Educación y democracia

Juan Pablo Cárdenas
http://radio.uchile.cl/columnas/119569/
Por Juan Pablo Cárdenas
Aunque muy restringida, la primera experiencia democrática se desarrolló en Atenas, ciudad que los historiadores señalan como la más culta e instruida de la antigüedad. Luego en los siglos XIX  y XX se asume que este régimen se consolida en aquellos países de Europa y otros donde los niveles educacionales del pueblo eran los más altos de la Tierra, en particular sus buenos índices de alfabetismo. Hoy, se asume que la democracia es imposible en la ignorancia y donde existan profundos  desniveles de desigualdad.  La soberanía popular puede expresarse si es informada, libre y consciente; de otra manera,  los ciudadanos  serán manipulados por el cohecho, la propaganda y la manipulación de caudillos que, por lo general,  cautivan a los más rezagados intelectualmente. De allí que tampoco pueda existir un régimen democrático sin diversidad informativa, derecho  al libre pensamiento y asociación o en la inexistencia de educación escolar igualitaria.
Antes que la asonada castrense interrumpiera tan fatalmente nuestro régimen republicano, Chile era un país marcado por los rezagos, pero nunca por desigualdades tan escandalosas como las de hoy. En la política y la economía, el país hacía esfuerzos por extender la educación  a todos los niveles y destinar los recursos para el progreso de toda la nación. En virtud de esto se emprendió la nacionalización del cobre, se impulsó la Reforma Agraria, se extendió la instrucción primaria y, con los estudiantes en la calle, se realizó una Reforma Universitaria  que consagró la educación gratuita y el compromiso de la Educación Superior con el crecimiento  espiritual y material del país.
Desde el 11 de septiembre hasta hoy, el  afán de las autoridades se ha traducido en el más descarado entreguismo a la inversión extranjera, el enriquecimiento de un  acotado sector de la población y  la consolidación de un sistema económico y laboral destinado a la preservación de una mano de obra barata que seduzca al capital foráneo y haga competitiva nuestras exportaciones primarias en el mercado mundial. De esta forma, es que el 80 por ciento de los trabajadores recibe una remuneración por debajo de los 300 mil pesos mensuales y el sueldo mínimo que se le asigna a no menos de 700 mil chilenos ni siquiera se quiera reajustar al ritmo del crecimiento del producto interno bruto.
Nuestro sistema educacional tiene como objetivo formar chilenos para el trabajo, no para su formación integral. Desde que ingresan a la escuela, los niños y los jóvenes son presionados a estudiar para desempeñarse como meros agentes del mercado laboral, no para ser dignos y cultos ciudadanos, padres y personas. Las humanidades, el arte y la ciencia importan poco o nada si no son “aplicadas” y se ajustan a la demanda de las empresas, las que son las grandes guardianas de nuestra condición. De allí que el conocimiento del inglés se haya convertido en un tema obsesivo para nuestras autoridades educacionales, porque se trata del lenguaje de los negocios y de nuestra mejor inserción en los mercados internacionales. Esto explica que una reciente encuesta de la Unesco nos ponga por debajo de la media de los países latinoamericanos en cuanto a capacidad de expresión oral y escrita. Muy por debajo, por cierto, del rendimiento de cubanos, colombianos y otros que demuestran muchos más destrezas que nosotros en éstas y otras materias.
La misma educación, que era tarea del Estado y orgullo de tantos gobernantes del pasado, hoy ha devenido en un negocio alentado desde La Moneda para que los sostenedores de colegios lucren con los recursos que las familias logran destinar para “educar” a sus hijos, cuanto de los enormes aportes fiscales que se les entregan sin someter su desempeño a evaluación y fiscalización. Tal como nuestros ministros de economía y hacienda emigran hacia el Banco Mundial, al FMI y hacia los directorios de los bancos y sociedades anónimas, es común que las autoridades educacionales deriven a colegios y universidades privadas, en que el lucro está prohibido por ley pero todos saben de las argucias existentes para ganar mucho dinero en esta faena. El “servicio público”, en este sentido es un pasaporte seguro a incorporarse al quintil de los chilenos más ricos, como se puede comprobar en la experiencia de políticos ayer radicales y que hoy se han convertido en socios y lacayos de los multimillonarios que tanto fustigaron.
En un país rico en reservas y cuyo alto ingreso per cápita prueba la inmensa fortuna acumulada por no más de un dos por ciento de la población, la tozudez de las autoridades frente a las demandas de los profesores y de los estudiantes sólo se explica en la voluntad de la clase política y los grandes acaudalados de perpetuar una realidad injusta que por ningún motivo acepte repartir la riqueza y que  el país acote los incentivos que hoy tienen las empresas transnacionales para enseñorearse a precio vil en nuestros yacimientos, ríos, océano y bosques.
Más allá de su demagogia discursiva, sabemos que el Presidente, el ministro de Educación y la mayoría de parlamentarios del duopolio que nos ha regido más de dos décadas de post pinochetismo son fanáticos sostenedores del modelo neoliberal legado por la Dictadura y sacralizado por sus sucesores. Po lo cual unos y otros han convenido mantener la Constitución Política de 1980, el sistema electoral binominal, la Ley Antiterrororista, la represión policial y un sistema televisivo que cumple con el propósito ideológico de e inmovilizar al pueblo, como adormecerlo en la frivolidad y la denominada farándula. Cuestión que tan nítidamente puede comprobarse el  periodismo abyecto de sus noticiarios y estelares.
Toma mucho tiempo que un pueblo postrado en la sobrevivencia y el miedo rompa las cadenas del servilismo. Por eso es que siempre son las minorías lúcidas las que inician el cambio y despiertan a las multitudes. Otra vez, como en otras circunstancias de nuestra historia, son los jóvenes y los estudiantes los que dan el primer paso en la movilización social y la protesta SIEMPRE indispensables para lograr los cambios. No se sabe, todavía, que enfrente de  un pueblo inerte e indolente, la redención social surja espontáneamente de sus gobernantes. Nada más hipócrita resultan, entonces, las invocaciones del ministro Lavín y otros personajes que se ofrecen de intermediadores en cuanto a que los estudiantes depongan sus movilizaciones a cambio de atender sus demandas largamente planteadas y sin respuesta alguna.
Es preciso que la lucha de los jóvenes se consolide en el apoyo de sus maestros, padres y apoderados y no ceje en manifestarse en las calles, campus y establecimientos. A todas luces sería conveniente, además, que la protesta contra Hidroaysén y otros despropósitos medioambientales converja n con la de los jóvenes y reclame, también, el despertar de los trabajadores explotados por el sistema, así como burlados por referentes sindicales y gremiales hace rato genuflexas o cooptadas por las entidades políticas y patronales que quieren perpetuar sus privilegios. Insistimos: la crisis educacional, la injusticia social, el narcotráfico, el crimen organizado y tantas otras lacras tienen fundamento en un modelo político, económico y cultural perverso que a todos nos corresponde derribar para el logro de una democracia genuina, inclusiva y participativa.
Los jóvenes en estas semanas de protesta han demostrado enorme claridad en sus planteamientos y solidez en sus organizaciones. Mucho les ha servido estrechar relación a través de internet, medio  que ya compite con la televisión en influencia y está demostrando en el mundo entero que la dictadura comunicacional de los gobiernos autoritarios y las falsas democracias tiene sus días contados, gracias a las redes ciberespaciales, el periodismo electrónico y la radiodifusión. Mucho impacto causaron las declaraciones de un joven estudiante secundario que en la presentación de su plataforma de lucha hizo alusión (además de sus reivindicaciones educacionales) a la necesidad de reclamar una Asamblea Constituyente y un drástico cambio de nuestra institucionalidad.